Publicado por : Adycto
1 de marzo de 2011
Non é a primeira vez que me pasa. Estaba eu dándolle voltas ao tema de Libia e Gadafi, tratando de atopar as verbas apropiadas para expresar ese sentimento de culpa que a todo cidadán europeo debería darlle todo o que está a acontencer en Libia cando, de repente, como tantas outras veces, dinme de conta, tras ler o artigo de Ánxel Vence no Faro de Vigo, que o meu caletre podía voltar á súa situación de letargo habitual. Mellor será que poña aquí debaixo o artigo completo de Ánxel Vence para que todos podades comprobar o motivo polo que aínda non comentamos en Xornal Aberto nada sobre o tema de Libia. Cando alguén escribe case que punto por punto o que ti pensas é mellor darlle a el o espazo que disfrazar a nosa ignorancia con "copias-pegas" máis ou menos elaborados. Excelente artigo, unha vez máis.
Europa y sus Frankesteins de Africa
Consternados por el súbito descubrimiento de que Gadafi es un dictador y acaso un loco, los líderes europeos que hace nada lo recibían con toda suerte de honores exigen ahora la rápida deposición del libio. Lo malo es que carecen de un Plan B –al igual que antes de un Plan A– para evitar que el inminente derrocamiento del tirano derive en una guerra civil entre la decena larga de tribus que habitan ese territorio. La Europa que fue el pecado original de África se niega a asumir ahora la penitencia por lo que hizo.
La propia Libia es uno de tantos Estados inventados por las potencias europeas que acordaron el reparto de África trazando al buen tuntún unas fronteras que poco o nada tenían que ver con la realidad tribal de los países expoliados. A Italia, que entonces era una potencia de medio pelo, no le tocó nada en la rifa; pero su gobierno no tardaría en agenciarse una colonia en Trípoli mediante el fácil procedimiento de invadirla y arrebatársela al Imperio Otomano.
Al emir de la Cirenaica, primer rey de Libia, lo destronó en 1969 el entonces joven oficial Muammar El Gadafi, que ahí sigue cuarenta y tantos años después. Cuatro décadas de poder absoluto han dado a Gadafi una notoriedad mundial de la que carecía en aquel momento, pero ni aun así cayeron en la cuenta de qué tipo de pájaro era los líderes europeos que tanto lo han mimado hasta hace un par de meses. Cierto es que vivía en una tienda, se rodeaba de una guardia amazónica de mujeres y coqueteaba con el terrorismo internacional, pero tales hábitos fueron considerados meras excentricidades por los dirigentes de Europa, más interesados en su petróleo que en sus costumbres.
Ahora descubren un poco tardíamente que habían estado amamantando a un monstruo. No es muy distinto, en todo caso, de otros Frankenstein que Europa crió a sus pechos en el convulso proceso de colonización y descolonización del continente africano. Al espantajo de Gadafi hay que añadir otros aun más llamativos como el dictador algo dadaísta de Uganda, Idi Amin, famoso por su costumbre de arrojar los cadáveres de sus enemigos a los cocodrilos. Ecologista a su manera, Amin prevenía así epidemias y ahorraba al Tesoro Público los gastos de entierro de los 300.000 ugandeses a quienes liquidó por el delito de pertenecer a tribus distintas a la suya.
Peor aún fue el caso de Ruanda, donde la tribu de los hutus ultimó allá por los años noventa a medio millón de tutsis a machetazos, en represalia por la previa matanza de hutus que los tutsis habían perpetrado en Burundi. Estas y otras monstruosidades que acaso África heredase de las prácticas del nazismo en la civilizada Europa se prolongan todavía hoy en Sudán, donde el popular criminal de guerra Omar Hassan Al Bashir mantiene la vieja usanza del tráfico de esclavos. Por no hablar ya de otros dictadores que compiten en excentricidad con Gadafi, tal el caso de Yahyah Jammeh, místico amo de Gambia que dice haber descubierto una cura contra el sida, o el del guineano Teodoro Obiang, feroz dictador al que el petróleo absuelve de sus crímenes.
Cegados por el oro negro, los líderes de Europa no supieron o no quisieron entender que todos estos monstruos llevaban su patente de origen. Tal vez por esa razón le ponían alfombra roja a Gadafi, del mismo modo que siguen manteniendo aún cordiales tratos con Obiang y otros Frankenstein salidos de la redoma europea.
Ni siquiera ahora parecen comprender que la pertenencia a la tribu es un lazo mucho más fuerte que la abstracta ciudadanía en no pocos de esos países que Europa dibujó a tiralíneas sobre un mapa. Será por eso que los europeos no disponen de un Plan B para cuando su Gadafi caiga y los yacimientos petrolíferos se los disputen los Al-Warfala, los Zintan, los Rojaba, los Rialna y así hasta completar el extenso catálogo tribal de Libia. Es el problema que tiene inventar Estados para uso propio.
La propia Libia es uno de tantos Estados inventados por las potencias europeas que acordaron el reparto de África trazando al buen tuntún unas fronteras que poco o nada tenían que ver con la realidad tribal de los países expoliados. A Italia, que entonces era una potencia de medio pelo, no le tocó nada en la rifa; pero su gobierno no tardaría en agenciarse una colonia en Trípoli mediante el fácil procedimiento de invadirla y arrebatársela al Imperio Otomano.
Al emir de la Cirenaica, primer rey de Libia, lo destronó en 1969 el entonces joven oficial Muammar El Gadafi, que ahí sigue cuarenta y tantos años después. Cuatro décadas de poder absoluto han dado a Gadafi una notoriedad mundial de la que carecía en aquel momento, pero ni aun así cayeron en la cuenta de qué tipo de pájaro era los líderes europeos que tanto lo han mimado hasta hace un par de meses. Cierto es que vivía en una tienda, se rodeaba de una guardia amazónica de mujeres y coqueteaba con el terrorismo internacional, pero tales hábitos fueron considerados meras excentricidades por los dirigentes de Europa, más interesados en su petróleo que en sus costumbres.
Ahora descubren un poco tardíamente que habían estado amamantando a un monstruo. No es muy distinto, en todo caso, de otros Frankenstein que Europa crió a sus pechos en el convulso proceso de colonización y descolonización del continente africano. Al espantajo de Gadafi hay que añadir otros aun más llamativos como el dictador algo dadaísta de Uganda, Idi Amin, famoso por su costumbre de arrojar los cadáveres de sus enemigos a los cocodrilos. Ecologista a su manera, Amin prevenía así epidemias y ahorraba al Tesoro Público los gastos de entierro de los 300.000 ugandeses a quienes liquidó por el delito de pertenecer a tribus distintas a la suya.
Peor aún fue el caso de Ruanda, donde la tribu de los hutus ultimó allá por los años noventa a medio millón de tutsis a machetazos, en represalia por la previa matanza de hutus que los tutsis habían perpetrado en Burundi. Estas y otras monstruosidades que acaso África heredase de las prácticas del nazismo en la civilizada Europa se prolongan todavía hoy en Sudán, donde el popular criminal de guerra Omar Hassan Al Bashir mantiene la vieja usanza del tráfico de esclavos. Por no hablar ya de otros dictadores que compiten en excentricidad con Gadafi, tal el caso de Yahyah Jammeh, místico amo de Gambia que dice haber descubierto una cura contra el sida, o el del guineano Teodoro Obiang, feroz dictador al que el petróleo absuelve de sus crímenes.
Cegados por el oro negro, los líderes de Europa no supieron o no quisieron entender que todos estos monstruos llevaban su patente de origen. Tal vez por esa razón le ponían alfombra roja a Gadafi, del mismo modo que siguen manteniendo aún cordiales tratos con Obiang y otros Frankenstein salidos de la redoma europea.
Ni siquiera ahora parecen comprender que la pertenencia a la tribu es un lazo mucho más fuerte que la abstracta ciudadanía en no pocos de esos países que Europa dibujó a tiralíneas sobre un mapa. Será por eso que los europeos no disponen de un Plan B para cuando su Gadafi caiga y los yacimientos petrolíferos se los disputen los Al-Warfala, los Zintan, los Rojaba, los Rialna y así hasta completar el extenso catálogo tribal de Libia. Es el problema que tiene inventar Estados para uso propio.
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